Liechtenstein, 1830
Cuando
el goteo de la lluvia comenzó a caer sobre el tejado, Mátrima sintió un leve
temor, miró de soslayo a ver si alguna presencia se había manifestado pero no,
no había nadie y eso la hizo sentir más tranquila y por un
segundo olvidó que desde hace varios años, y de forma repentina, el miedo más
inquietante se le metía en el alma, si
es que acaso ellos tienen alma.
24
años atrás el Sacro Imperio Romano Germánico fue invadido, ella estuvo ahí, fue
la primera vez que masacraba gente a mansalva y se complacía de ello. Las razones
políticas de aquellos días le interesaban, pero pasaron a un segundo plano
cuando se sintió hambrienta, consciente de su naturaleza. Ese día Mátrima entró
a una casa viejísima, aparentemente deshabitada, y buscaba incesantemente
familias enteras para comer, el hambre la convirtió en una bestia indomable, frenética,
poderosa. Pero cuando entró en aquella casa de la mala suerte, atravesada de
lado a lado por tumbas y cercas negras, se encontró con la soledad misma, el
silencio habitando íntegramente en aquella estancia sin velas, sin ventanas. Sin
saberlo había llegado a su destino.
Consumida
por el hambre y la desesperación, Mátrima se sintió burlada, se dio media vuelta
dispuesta a irse pero el susurro de su nombre la detuvo. Su rostro pálido
mostraba la expresión malsana de la gula, de una bestia temible y envuelta una
brutalidad asesina, potente. Una brutalidad igual de potente como la voz de
aquella mujer que la llamó. Mátrima,
baja, al cuarto de las clavellinas, baja pronto, y llevada por quién sabe
qué fuerza bajó, atravesó cientos de cuartos y pasillos enmarañados y encontró una
gran puerta de caoba, negra y tallada con cientos de diseños de claveles; en
las paredes de piedra habían antorchas a medio iluminar y le costó un rato
encontrar la forma de abrirla, lo logró pero adentro todo estaba oscuro. Pronto
no habría más oscuridad.
-
¿Es ésta la bestia que tomaste por rehén, Florian? – era la voz nuevamente,
venia de la nada, de la oscuridad del sitio.
-
Calla un momento, Eleonora, calla y observa.
Y en
medio de la negrura, al final de lo que parecía un inmenso muro, una silla de
estilo imperial se iluminó desde arriba con un tenue resplandor de velones
blancos, mal puestos en una lámpara de oro desvencijado que colgaba del techo; el
príncipe Anton Florian, vestido de gala para la ocasión, miró
serenamente a Mátrima, que no podía creer lo que veía. Anton la señaló, para que
fuera hacia él, pero otra silla a su lado se iluminó también con el mismo
resplandor y una mujer delgada y alta, blanca, vestida de negro con adornos de huesos
satinados de la misma negrura, con ojos dorados y amenazantes se opuso.
-
Que esa bárbara ni se acerque, me repugna tanta idiotez.
-
Venid, Mátrima – dijo Anton,
abriendo los brazos de forma paternal y afectuosa, se levantó y llegó
Mátrima hasta él, estaba tan cerca… de
sus ropas se desprendía el aroma del vino tino, el lugar estaba oscuro pero
ellos refulgían como seres olímpicos en medio de la nada.
-
Tú… - y la hambrienta dejó caer su cuerpo sobre Anton.
La
seda, el olor a vino y la dulce fragancia de los cirios que impregnaban el aire se
escondieron en Mátrima, y se calmó por primera vez en su corta vida inmortal.
Anton acarició suavemente sus cabellos, deleitándose con cada hebra tocada y
apartó sus risos dorados del cuello, mordió con suavidad y dulzura; luego todo
quedó a oscuras nuevamente.
Pero
todo estalló en sangre y gritos, fuego y dolor; en medio de la sala había decenas
de cadáveres y agonizantes hombres desnudos, algunos mutilados, otros decapitados a diestra; niños
y mujeres por igual compartían el mismo pozo de sangre y semen infinito que discurría
por entre las lozas de piedra, que los bañaba con su fetidez. La maldad estaba
allí mismo, reposando incesantemente sobre todos ellos, y sobre aquellos otros inmorales que comían, veían y reían
mientras saciaban su eterna sed, ¿eso es
lo que quieres Mátrima? Escuchó, ¿quieres convertirte en una zorra neurótica y estúpida?
Tú eres mí elegida, y una mano huesuda y blanca la tomó por la cara, apretándola
con fuerza; tú no eres salvaje, no eres como ellos, tú, Mátrima Wildwar, vas a llevar
el infierno en tu alma como lo llevamos nosotros pero con dignidad, te vas a
revolcar en el mismo pozo de porquerías igual que ellos si no tomas el control
de ti…
¿Dónde
estás Mátrima? ¿Dónde?
Y
mientras se difuminaba la voz en su pensamiento, una gran luz iluminó la
claraboya de la sala, una bola de fuego hizo polvo los cristales y por poco
aplasta a Mátrima. Todo estaba en tensa calma, a medio iluminar y las tumbas
estabas intactas bajo sus pies. Al fin había luz y sabía dónde
estaba. Y todo estaba bien… todo estaría bien de ahora en adelante. Pero no había
tiempo de pensar tonterías, Francia estaba atacando con todo su ejército y habían
llegado hasta el bosque, encontraron la casa rodeada de tumbas y avanzaron
destrozando todo a su paso. Pobres imbéciles, pensó Mátrima, como si eso es
suficiente para ganar. Subió hasta la
parte trasera de la colina con rapidez y huyó hacia el bosque, estaba todo
lleno de humo, de olor a pólvora y una neblina tenue se acentuaba con el paso
de los minutos. Atrás quedaba su herencia, un ejército de inmortales
sepultados, por ahora, bajo escombros que el tiempo protegerá celosamente. Pero
falta tanto para ese día...
Mátrima
entendió entonces el valor de su naturaleza, la sabiduría milenaria que le corre por la sangre. Entendió entonces el
poder de Anton, capaz de llegar hasta ella en cualquier momento. A pesar de que
ella misma lo vio morir años atrás pudo tenerlo cerca, pudo reconocer su olor,
su pasivo carácter de agua mansa que arrastra con todo cuando se enfurece, por
eso le teme a Anton, el más viejo de todos después de su padre, que había probado
el elixir de la inmortalidad de la mano del mismísimo Caín.
La lluvia danzaba alegremente sobre el tejado, no es
nada, tranquila, pensó Mátrima.