26/11/12

Demonios y Condesas


Liechtenstein, 1830

     Cuando el goteo de la lluvia comenzó a caer sobre el tejado, Mátrima sintió un leve temor, miró de soslayo a ver si alguna presencia se había manifestado pero no, no había nadie y eso la hizo sentir más tranquila y  por  un segundo olvidó que desde hace varios años, y de forma repentina, el miedo más inquietante se le  metía en el alma, si es que acaso ellos tienen alma.

     24 años atrás el Sacro Imperio Romano Germánico fue invadido, ella estuvo ahí, fue la primera vez que masacraba gente a mansalva y se complacía de ello. Las razones políticas de aquellos días le interesaban, pero pasaron a un segundo plano cuando se sintió hambrienta, consciente de su naturaleza. Ese día Mátrima entró a una casa viejísima, aparentemente deshabitada, y buscaba incesantemente familias enteras para comer, el hambre la convirtió en una bestia indomable, frenética, poderosa. Pero cuando entró en aquella casa de la mala suerte, atravesada de lado a lado por tumbas y cercas negras, se encontró con la soledad misma, el silencio habitando íntegramente en aquella estancia sin velas, sin ventanas. Sin saberlo  había llegado a su destino.  

     Consumida por el hambre y la desesperación, Mátrima se sintió burlada, se dio media vuelta dispuesta a irse pero el susurro de su nombre la detuvo. Su rostro pálido mostraba la expresión malsana de la gula, de una bestia temible y envuelta una brutalidad asesina, potente. Una brutalidad igual de potente como la voz de aquella mujer que la llamó. Mátrima, baja, al cuarto de las clavellinas, baja pronto, y llevada por quién sabe qué fuerza bajó, atravesó cientos de cuartos y pasillos enmarañados y encontró una gran puerta de caoba, negra y tallada con cientos de diseños de claveles; en las paredes de piedra habían antorchas a medio iluminar y le costó un rato encontrar la forma de abrirla, lo logró pero adentro todo estaba oscuro. Pronto no habría más oscuridad.

-          ¿Es ésta la bestia que tomaste por rehén, Florian? – era la voz nuevamente, venia de la nada, de la oscuridad del sitio.
-          Calla un momento, Eleonora, calla y observa.  

     Y en medio de la negrura, al final de lo que parecía un inmenso muro, una silla de estilo imperial se iluminó desde arriba con un tenue resplandor de velones blancos, mal puestos en una lámpara de oro desvencijado que colgaba del techo; el príncipe Anton Florian, vestido de gala para la ocasión, miró serenamente a Mátrima, que no podía creer lo que veía. Anton la señaló, para que fuera hacia él, pero otra silla a su lado se iluminó también con el mismo resplandor y una mujer delgada y alta, blanca, vestida de negro con adornos de huesos satinados de la misma negrura, con ojos dorados y amenazantes se opuso.

-          Que esa bárbara ni se acerque, me repugna tanta idiotez.
-          Venid,  Mátrima – dijo Anton, abriendo los brazos de forma paternal y afectuosa, se levantó y llegó Mátrima  hasta él, estaba tan cerca… de sus ropas se desprendía el aroma del vino tino, el lugar estaba oscuro pero ellos refulgían como seres olímpicos en medio de la nada.
-          Tú… - y la hambrienta  dejó caer su cuerpo sobre Anton.

     La seda, el olor a vino y la dulce fragancia de  los cirios que impregnaban el aire se escondieron en Mátrima, y se calmó por primera vez en su corta vida inmortal. Anton acarició suavemente sus cabellos, deleitándose con cada hebra tocada y apartó sus risos dorados del cuello, mordió con suavidad y dulzura; luego todo quedó a oscuras nuevamente.
     Pero todo estalló en sangre y gritos, fuego y dolor; en medio de la sala había decenas de cadáveres y agonizantes hombres desnudos, algunos  mutilados, otros decapitados a diestra; niños y mujeres por igual compartían el mismo pozo de sangre y semen infinito que discurría por entre las lozas de piedra, que los bañaba con su fetidez. La maldad estaba allí mismo, reposando incesantemente sobre todos ellos, y sobre  aquellos otros inmorales que comían, veían y reían mientras saciaban su eterna  sed, ¿eso es lo que quieres Mátrima? Escuchó, ¿quieres convertirte en una zorra neurótica y estúpida? Tú eres mí elegida, y una mano huesuda y blanca la tomó por la cara, apretándola con fuerza; tú no eres salvaje, no eres como ellos, tú, Mátrima Wildwar, vas a llevar el infierno en tu alma como lo llevamos nosotros pero con dignidad, te vas a revolcar en el mismo pozo de porquerías igual que ellos si no tomas el control de ti…

     ¿Dónde estás Mátrima? ¿Dónde?

     Y mientras se difuminaba la voz en su pensamiento, una gran luz iluminó la claraboya de la sala, una bola de fuego hizo polvo los cristales y por poco aplasta a Mátrima. Todo estaba en tensa calma, a medio iluminar y las tumbas estabas  intactas bajo  sus pies. Al fin había luz y sabía dónde estaba. Y todo estaba bien… todo estaría bien de ahora en adelante. Pero no había tiempo de pensar tonterías, Francia estaba atacando con todo su ejército y habían llegado hasta el bosque, encontraron la casa rodeada de tumbas y avanzaron destrozando todo a su paso. Pobres imbéciles, pensó Mátrima, como si eso es suficiente para  ganar. Subió hasta la parte trasera de la colina con rapidez y huyó hacia el bosque, estaba todo lleno de humo, de olor a pólvora y una neblina tenue se acentuaba con el paso de los minutos. Atrás quedaba su herencia, un ejército de inmortales sepultados, por ahora, bajo escombros que el tiempo protegerá celosamente. Pero falta tanto para ese día...

     Mátrima entendió entonces el valor de su naturaleza, la sabiduría milenaria que le corre por la sangre. Entendió  entonces el poder de Anton, capaz de llegar hasta ella en cualquier momento. A pesar de que ella misma lo vio morir años atrás pudo tenerlo cerca, pudo reconocer su olor, su pasivo carácter de agua mansa que arrastra con todo cuando se enfurece, por eso le teme a Anton, el más viejo de todos después de su padre, que había probado el elixir de la inmortalidad de la mano del mismísimo Caín.

    La lluvia  danzaba alegremente sobre el tejado, no es nada, tranquila, pensó Mátrima.