10/1/13

COLORES MUERTOS


       Nuestro apartamento estaba enclavado en medio del tercer piso de aquel mugroso edificio de alquileres baratos, llegamos allí arrebatados por los impulsos de la rebeldía, con ese peso morbosos de saber que nadie aceptará nunca a dos hombres enamorados. Fuimos felices porque luego de dos días durmiendo entre basureros al fin pudimos pasar la noche a solas; drenando los instintos primitivos que nuestras ganas nos exigían. Y las noches se iban en un ir y venir de besos coloridos, de miles de corazones hechos de un gel carmesí que regábamos por todo el pequeño hueco que teníamos como hogar; y se nos iban las mañanas enteras bajo la ducha, recorriéndonos con manos resbaladizas y olorosas a jabón barato. Buscábamos por todos lados qué comer, hasta que al fin uno de esos días me dijiste que te ganarías nuestra vida en un bar de mala muerte, y yo quise también ganarme nuestra vida en un cuarto insípido y blanco mandando paquetes a otros países. Dormíamos encima de unas finas sábanas, en el suelo, y nos arropábamos con los brazos del otro, y nos quedamos sin comer el día que compramos un catre pequeño y oxidado, quejumbrosos de tantos años encima, para dormir más cómodos, y decidiste que fuera pequeño porque entre tus brazos sobraba espacio para mi, y otro espacio más quedaba de un lado del catre. Dormíamos con Piaf y su Hymne a l'Amour y a veces me cantabas No me quitte pas y eras mi Jacques Brel. Eras mi himno.

Eras mi toda vida.

Durante varias semanas nos íbamos a pie hasta nuestros empleos porque me regalaste un caballete y varios lienzos, y llené las paredes de cuadros blancos que poco a poco fueron naciendo de universos inimaginados, paisajes, rostros y formas que nacían de mis manos mientras las tuyas me acariciaban, o me sostenían porque me desdibujaba con cada pincelada; y a ratos el parto se interrumpía por improvistos besos que nos lanzaban a otro mundo, al mundo de ese oxidado catre que quedaba pequeño a tantas ganas. Ganas que se fueron muriendo en algún punto del viaje, en el punto donde comenzaste a soltar mi mano y me dejabas a solas con un lienzo blanco que terminaba por invadirme, dejando manchas y trazos a mitad de parto, dejando colores mezclados regados en el piso. Dejando para siempre manchada mi alma de colores muertos

     Luego comenzaste los días recordándome que debía botar el caballete, que estaba viejo y sucio, como tus ganas de vivir, como los manchones de sangre que dejaron los corazones de gel carmesí tras su muerte. Es que lo sabíamos de sobra, y todo lo que sabíamos lo callamos y lo único que en realidad no supimos fue cómo decirlo. Tres años después supe de qué color era la noche, porque me cegaba de lágrimas cuando se apagaba la luz del cuarto y nada más brillaba entonces, solo el faro naranja y los ruidos de ese mundo del que tantas veces huimos, y donde ahora tantas veces intento anclar el espíritu buscando dónde sostenerme.

Porque resulta que el espacio que sobraba a un lado del colchón cabía perfectamente entre nosotros.

Edith cantaba en las noches el himno de una patria muerta y se perdía entre las grietas de tu corazón que ya no me amaba, que ya no se resbalaba por entre mis manos con olor a lavanda cada mañana. Y se me secó el alma cuando la brisa entró de golpe por la puerta esa mañana cuando te fuiste, habíamos llegado a nuestras vidas sin nada más que besos, hambre y un bolso con trapos viejos. Y así mismo te fuiste, con la mirada y el corazón perdido en otro sitio y yo buscándome en ese cuarto que de pronto me pareció tan grande.

     Y así fue como quedé a solas con Jacques, cantándote por todos los rincones que no voy a llorar más, que no voy a hablar más. Que me quedé a solas con lienzos manchados de colores muertos. 

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