21/10/11

La mano izquierda


    Hace dos noches las casas cercanas a la iglesia del pueblo se despertaron de un solo golpe, a eso de las tres de la madrugada. Se había escuchado un grito estruendoso en medio de la noche. Las ventanas de la iglesia estaban opacas por una especie de masa negra, de pelusas y polvo. Todos estaban afuera de las casas esperando por algún valiente que se atreviese a entrar. No se oía nada dentro de la iglesia, solo el susurrar del viento en los arboles. Se respiraba un miedo que te recorría hasta la última vena del cuerpo.

   Todo pasó cuando el cura se levantó de golpe, a eso de las 3 am. Creyó oír como si alguien entrara a la iglesia por la fuerza, tirando las puertas y lanzado todo al suelo. Se levantó con calma y caminó hasta la habitación de Gabriel, el joven monaguillo que vivía con él, y se cercioró de que todo estuviese en orden. Entró a la habitación y lo vio envuelto en sus sabanas. Hacía mucho frio por aquellos días y enrollarse hasta la cabeza no era mala idea.  Gabriel se veía como más grande, más robusto pero el cura no reparó en ello. Fue de regreso a su cama para dormir pero no pudo, un ruido extraño lo molestó de nuevo. Salió corriendo en dirección a la habitación de Gabriel,  al mirarlo constató  que seguía ahí, dormido, tieso y arropado hasta la cabeza. Decidió coger una silla para sentarse en la habitación de Gabriel y esperar a que amaneciera.

   Durante toda la noche se seguían escuchando ruidos, el cura seguía en el mismo sitio, viendo como Gabriel dormía profundamente. Hubo un ruido que fue el peor de todos: una voz gutural, casi demoniaca, pareció haber gritado a las afueras de la habitación.  El cura escuchó cuando alguien lo maldijo. Salió con angustia y vio los reflejos de luces en la pequeña capilla que estaba al final del pasillo. “Son las luces de las velas movidas por el viento”, se dijo, pero pudo más la curiosidad y el miedo que fue en dirección a la capilla, cuando llegó vio a Gabriel colgado del techo. Tenía la garganta cercenada y símbolos raros trazados en su piel. En la pared estaba escrito con sangre la frase “Soy la mano izquierda del señor, la que duerme paciente y silente junto a ti”.

    Al día siguiente el pueblo amaneció consternado. 



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