17/11/10

Los gritos son silenciados, y nosotros caemos

     La vida pasa sin mucho apuro por esta ciudad. Yo camino invisible ante el mundo, como todos caminamos invisibles antes nosotros mismos. Que manía la de esta puta vida de quitarnos la paz y la tranquilidad, que tanto nos cuesta conseguir, en solo un segundo. Y pensar que me gusta mirar la noche, escuchar como la brisa de la oscuridad, alumbrada por luces artificiales que escupen los bombillos de mil watios, se confabula con mi alma para traerme los recuerdos del pasado. En noches como esta me convenzo de que la noche es de colores. Los colores de neón de un bar donde se juntan el misterio y la miseria; los colores de Adán bajo la luz naranja, los colores de Erika, que no puede ver lo blanco del cielo. La noche, con cada día que muere, se levanta divina y llena de colores virtuales, de historias que nos ahorcan el alma cuando, de repente y en el más profundo silencio, todos los colores se saturan; como si la vida nos escupiera la cara.

MISTERIO

   El taxi se detiene a mitad de la avenida pasada la media noche.  Ella se acerca con cautela, como los tigres cuando atacan llenos de hambre. El conductor es un hombre de treinta y pico, alto, catire con los ojos verdes. Ella cree ver un ángel seductor; y él, de la borrachera, no se fija bien quien es la dueña de esas plataformas rojas con escarcha. Ella se acerca, se asoma al filo de la ventana del copiloto, y con voz sensual se presenta: “¿Qué puede hacer Misterio por ti esta noche?” se intercambian palabras y miradas de deseo. Cuando se fija el precio,  ella se monta y las luces rojas traseras del auto dejan su velo encendido a mitad de la noche. 
     Una hora después, Misterio llega a la avenida, con la boca rota, la nariz llena de sangre, la ropa sucia. Y una mano sosteniendo su estomago. En su cartera quedaban poco billetes. “maldito bastardo” se dijo para  ella, con voz baja y molesta. “¿Hermana que te paso?”, le gritaba la Britany de lejos mientras apuraba el paso. “¿Qué me va a pasar? Un hijo de puta de esos abusadores que creen que por que uno cobra, nos convertimos en propiedad privada”. “¿te sientes bien?” le pregunto la Britany. “No,  esta vez fue serio. Acompáñame al hospital. Ese bastardo me quito el poco dinero que tenia.”
     A las tres y quince de la madrugada, llegaron dos prostitutas a la emergencia del hospital Pérez de León. Una tenía el cabello negro, desordenado y sujetado con una pinza de mariposa. Uno le puede llegar a calcular veinte y siete años, quien sabe. Con su voz de contra alto pidió ayuda para su amiga. La otra era bajita, con el cabello de un tono rubio cenizo, flaca y con ojos tristes. Tenía la nariz rota, la boca hinchada y una herida de arma blanca en un costado. Una enfermera se acerco, le pregunto el nombre y la edad, pero ya el dolor era molesto. Casi no se escuchaba su voz de muñeca cuando solo llegó a decir: “Daniela, 18”. Las dos pasaron a la sala de espera, se sentaron al lado de un chamo con suéter verde lleno de sangre. Fue ahí cuando  Misterio empezó a llorar pensando que la vida no le parecía justa.


ADAN Y ADAN

   Hace más de una hora que la fiesta había terminado.  El alcohol había dejado sus huellas de látex y lubricantes regados por toda la casa de Estefanía.  
Mientras ella, dos pisos más arriba, ordenaba a los pocos invitados que quedaron, Jonathan y  Nairb se perdían escaleras abajo. Lejos de los ojos machistas de los invitados.  La noche les regalo un suave tono azul índigo gracias a las cortinas traídas de Egipto y el poste de luz blanca que daba hacia la casa. Jonathan se alejaba de su hermana Estefanía y se dejaba llevar por el elixir en sus venas mientras llevaba a Nairb a la sala de visitas.
      El azul índigo se fundió en un suave beso de dos adolescentes escondiéndose del mundo, un mundo cruel relleno de miedos y prejuicios que, parece tener como oficio, vomitar amarguras a quienes lo enfrentan. El silencio paseaba su cuerpo por aquella sala donde los besos dieron paso a las caricias, donde sus ropas se dejaron raptar por manos ajenas. El suéter verde de Jonathan  cayó sobre los pantalones de Nairb en aquella alfombra Hindú con bordados de oro. Aquellos dos cuerpos blancos bañados en azul, se dejaron caer en las bocas del otro. Bocas que se separaron cuando Augusto, el papa de Estefanía y Jonathan,  entro a la sala movido por un  insomnio repentino. La mirada atónita de Augusto dio paso a los gritos, a las lágrimas de impotencia y la ira. A solos pocos pasos estaba el despacho, donde entró el padre indignado. Sacó su pistola del escritorio de caoba negra traído de Inglaterra, la cargó y apresuró el paso. Cuando volvió a la sala, el azul índigo dejaba ver dos cuerpos a medio vestir corriendo por el pasillo que conduce a la cocina. Jonathan dejó atrás a Nairb por un momento, cuando se volteo para agarrarlo, la mano de un hombre fuerte y rustico lo jalo hacia atrás.
     Eran las doce de la madrugada, Jonathan estaba sentado en una silla de plástico azul, como aquel índigo que le lo cubría hace apenas hora y media atrás. Su suéter verde jardín, como el edén pero con dos Adánes, estaba lleno de sangre y sus mejillas rosadas se acariciaban intensamente con la sal de sus lágrimas. El médico de turno salió de quirófano, con las manos en los bolsillos de su bata blanca y con voz de lastima se acerco a él. “hay que esperar, la bala lo dejó en coma”. Jonathan a penas alzó la vista solo para ver la migaja de condolencia en el gesto del médico. Él, en el fondo, quiso mirar  al cielo; como regalándole sus lagrimas a dios  para desear que todo fuera un mal sueño. Pero  aquella noche fue tan real y tan gris como los ojos de la chica pálida que estaba sentada al frente de él.


LUZ NARANJA
I
     Solo un foco de luz naranja le alumbra el cabello rojizo a Elisa. El frasco de jarabe para la tos roto se derramaba torpemente a sus pies mientras sus pupilas grises de diluyen en una orgia de estimulantes. Son las doce de la noche y Elisa tiene el corazón partido como el frasco de jarabe, con la diferencia que de su  ser solo se logran escapar pocas lagrimas y un millar de mariposas imaginarias que hasta hace poco sentía en el estomago. Era la hora en que los gatos se encuentran con la basura junto con los indigentes. Era la hora en que a pocos pasos de ella, iban y venían todas esas miradas ajenas que la desvestían con un gesto de desprecio y asco. Si tan solo el mundo se callara un segundo podría oír como caen pequeñas dagas de dolor que rompen el silencio de aquellos ojos grises. Si tan solo la vida le hubiese advertido que aquí todos aprendemos lo que nos toca; que nadie tiene preferencias, no estaría la noche arropándola tan cruelmente. Pero ella solo aprendió a amarla, a vivir para ella; a tallar su nombre en cada beso. Ahora le arropa el mismo foco de luz naranja que creyó ver desaparecer hace pocas horas cuando ella, sin avisarle, se desvaneció de sus manos. Nadie va a culpar a Elisa, nadie le dará el manual para mantener intacto el corazón. No esta noche. En esta vida nadie le dirá que hacer, porque cuando amamos nos convertimos en el destino que queremos seguir. Nos envolvemos en lo invisible del aire que nos arrastra a nuestros caprichos. Ya no Elisa, ya no habrá nadie reclamándote porque tus recuerdos están en Júpiter, bailando con colores y elefantes fosforescentes. Deja que el frasco termine de envenenarte para que llores como un bebe a quien golpean con un martillo; y así, toda tu tristeza saldrá de ti, despavorida y decidida a no regresar. Deja que la luz naranja se transforme en tu arco iris y te duerma lentamente; que cada color te rompa la piel y libere tu espíritu.

II

     Vanesa  encontró a Elisa pocos minutos después que se arrepintió de haberla dejado. Pero   cuando llegó de nuevo al edificio, solo vio un par de pupilas grises y tristes diluirse lentamente bajo un foco de luz naranja y  en un pozo de jarabe para la tos y lágrimas. Vanesa siempre pensó que la adicción de Elisa a los fármacos la llevaría a la muerte.
Sus pupilas grises se perdían en lo blanco de las cerámicas de aquella acontecida sala. Elisa esperaba por un médico  y parecía levitar con los demonios de su mente. Sus ojos grandes y sus pupilas dilatadas, dejaban escapar el suave sonido de la sinfonía mental que Vanesa le  susurraba con sus dulces labios. Mientras, un joven de suéter verde lloraba mientras las veía.


ERIKA

     Desde hace dos años que Erika suele caminar a oscuras por el boulevard de Sabana Grande. Sus pasos van entre basura, restos de comidas y una que otra imitación de persona que se le cruza en el camino con la mirada marginal. Erika desfila llena de veneno y pasión cuando todas las divas de la ciudad salen a invadir la noche y a llenarla de plumas y condones. Su porte de diosa, su altura, su piel morena, sus dientes carroñeros  y su delicado andar no pueden ocultar el hombre que una vez fue. Todas las noches  Erika camina entre miradas machistas, entre puñales  y peleas de travestis, entre burlas groseras que esconden un apetito por ella y policías  sádicos desvelados que buscan cualquier oficio en los alrededores de los bares y antros de Sabana Grande. Eran ya las nueve y Erika buscaba su víctima, a su esclavo sediento de semen y placer. Erika se asustó cuando Rodríguez, el policía habitual de la misma esquina, de repente la sujetó por un brazo. “¿Qué te pasa estúpido, eres enfermo o tu mama te pega?”  Le dijo Erika. “cálmate, que tú me debes un favor y ayer te advertí que hablaría contigo, ¿recuerdas?”  Erika tuvo que callarse porque el cañón de la pistola apuntaba a su estomago.
La moto arrancó con Erika y Rodríguez; se sentía en la brisa la respiración nerviosa, las ganas de huir, pero una deuda es una deuda. La esquina esa noche se quedo sin Erika, sin sus pasos de lentejuelas y sus caderas rusticas. El olor a perico era ya notorio y Erika sentía como subía y bajaba de su estomago ese vacío lleno de nervios. La moto no dejo de andar sino al llegar mirador de la cota mil. Rodríguez y Erika forcejearon, se escucharon golpes seguidos de gritos de dolor y un indigente cercano escuchó cómo le recriminaban a Erika cuando la salvaron de una pelea de travestis.

     Ese día, él llegó justo cuando estaban a punto de apuñalear a Erika; la levantó y fue cuando  vio sus brazos de hombre y su voz forzada. Sin importarle nada la llevo a un bar y ahí empezó el delirio por ella. Erika pensó que había encontrado un amigo, un héroe. Lástima  que esa noche Rodríguez no quería ser héroe, quería ser dominado por una fiera que lo hiciera sentir inferior. Quería esconder su trauma de cuando su padrastro lo violó a los diez y siete años. Esa noche Rodríguez quería sentirse tímido y acobijado por una sola vez en su fracasada y reprimida existencia. Erika siempre lo vio como a un amigo, jamás pensó en pagarle de esa manera. Al final esto era lo que tenía que pasar, porque desgraciadamente en ese mundo no existen los amigos, existen son los aliados. Pasaban las noches en Sabana Grande y Rodríguez seguía ahí, buscándola, conquistándola. Todo estuvo bien hasta ayer, que la vio coqueteando con otro hombre en una  esquina. Pero el tuvo que irse por órdenes superiores. No sin antes advertirle a Erika que tenía que hablar con ella. Que le debía un favor.
     Volvemos a nuestra noche, la noche de Erika caminando como siempre, a oscuras, rodeada de gente distinta, de gente que se esconde. Ya eran la una de la madrugada cuando a las puertas de emergencias del hospital  llegó un policía en su moto, apurado y con un travesti golpeado y con la ropa rota. Lo empujó  en medio de la calle y el cayó casi inconsciente.  Como pudo se levantó, caminó unos pasos y un enfermero la ayudo a pasar. “verga chama, como te dejaron. Tienes la cara destrozada”  le dijo el muchacho mientras la sentaba al lado de una adolescente y su novia de ojos grises que imaginaba al cielo mientras veía en las cerámicas blancas de la sala lo blanco del cielo.


EL SILENCIO DE TU SOLEDAD

     En esta parte de la ciudad es difícil tener paz. Y más aun viviendo en frente de un hospital. Ya con eso el solo hecho de dormir se puede volver ajeno. A veces me cuesta retomar el sueño después de oír los disparos entre bandas, después de que la sirena de la ambulancia me desvela con su sonido antipático e insoportable. Ya ni las melodías del New Age logran hacerme conciliar el sueño. Por eso opto, como esta noche,  por sacar mi alma a este pequeño balcón al aire libre, al aire lleno de angustias, de madres que entran por  emergencia llorando a sus hijos muertos en balaceras callejeras. En noches como estas veo como las luces de la ciudad siguen prendidas, como si nos cuidaran. Y pensar que a seis pisos abajo, el suelo sigue temblando de miedo. Abajo, en las calles, siguen las almas insomnes buscando la paz, siguen corriendo los policías detrás de los ladrones, sigue llegando el taxista con una mujer a punto de dar a luz. De alguna u otra forma, me toca ver como ciertas vidas pasan por ciertos momentos.  Aquí al menos me escondo detrás de los reflejos anaranjados que chocan con mi ventana. Al menos aquí puedo pensar mientras el humo del cigarro nace en mi boca y muere a merced del viento. Aun tengo la sensación de que, cuando voy a acostarme, estas tu ahí, esperándome entre las sabanas para dejarme fundirme en la piel de tus piernas para después llenarme el cuerpo de besos, y el estomago de mariposas.  Desde hace meses se me hizo rutina volver a la cama silencioso, sintiéndome chiquito ante ti, ante el mundo.  Desde hace meses, como hoy, ya no puedo olerte, ya no puedo oírte respirar mientras duermes, ya no veo como la luz de las siete de la mañana ilumina mi mano dormida en tu cintura. Ya no sé si lloras mientras le arrancas notas de rabia a tu guitarra. Y como ya no me ves, ya no  sabes si rio, si lloro, o si me siento en el balcón a fumar mientras en mi mente apareces tu. Sin ti aquí, los gritos son silenciados por la soledad. Y allá afuera, el mundo sigue cayéndose.

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