27/7/11

Sushi para cenar (Epilogo de "Padre he (mos) pecado"



 “Las cadenas de la esclavitud solamente atan las manos:
Es la mente lo que hace al hombre libre o esclavo.”
Franz Grillparzer

     Para Alejandro, el tono dorado de la habitación le angustiaba; le causaba melancolía. Los rayos de sol dibujaban grandes sombras en la pared, como si fueran demonios que venían a llevárselo por sus culpas. En un sillón de cuero marrón oscuro, al lado de la mesita de la sala, estaba tirada la sotana como un símbolo de que estaba a punto de renunciar a Dios. Los días anteriores a este fueron particulares, Alejandro llamaba “particular” todo aquello que le acontecía en su vida: hasta una servilleta rota en medio de la sala era algo “particular”. Pero todo aquello que era su vida tenía mucho de esas particularidades, todo se desdibujaba a cada segundo. Cuando se levantó esta mañana sintió como la vida le pesaba como una losa gruesa y odiosa de mármol sobre la espalda.  

     Su amor era turbio y lo sabía, su enemigo seria el mundo y eso también lo sabía. Pero esta vez era distinto; los ocres del sol reflejados en su habitación le llenaban el alma de tristezas pasadas, de dudas, de melancolías. Por segundos su calma agonizaba  y su tenue sonrisa se torcía en una mueca de tristeza. En esos momentos, para él, Dios no cabía en esa habitación bañada por el incierto. Lo que si ocupada gran espacio era el recuerdo de ese amor que llegó de repente, en la forma más explosiva y peligrosa que él jamás hubiese imaginado. No llegó como otros: con un leve tropiezo en una calle, o con un gesto de amabilidad que cruza los ojos de los futuros amantes. ¡No!, eso se lo dejaba a las novelas. Alejandro nunca creyó que el amor llegaría y por eso decidió a los 19 ser sacerdote. Ya han pasado diez años y al fin el amor le llegó de golpe. Torciéndole la inocencia de repente, llenándole el alma de la sensación de peligro que solo siente alguien que debe enfrentar su destino y es en contra del mundo. 

     Cuando tenía diez y seis años quería estudiar diseño,  siempre quiso algo que lo relacionara con las imágenes. Siempre tuvo claro dos cosas: que él quería ser el mejor diseñador y que sus padres jamás debían enterarse que era homosexual.  Todo eso cambio el día de la graduación de bachiller y en la fiesta, que fue en casa de Andreina, se pasó de tragos  y terminó en la cama con uno de sus amigos. La vida le cambió cuando sus padres, al enterarse por chismes y cizaña de los demás, le obligaron a tomar el sacerdocio como segunda opción. La primera era un internado en un país ajeno y con gente desconocida. Ese fue el inicio del sepelio del Alejandro que una vez quiso vivir. Se dedicó a enterrar su verdadero ser, a estudiar finanzas sin quererlo. Así pasaron doce años y, un día, en una iglesia cuando estaba recién cambiado de parroquia, conoció a Daniel. La historia ya es conocida.

    Los ocres fueron pasando a naranjas y los naranjas a azules oscuros. Ya la ciudad brillaba con su magia artificial. A Alejandro se le pasa la vida en cada segundo, en cada respiro, en cada pensamiento que iba a ningún lado. Por eso tomó el teléfono, llamó a Daniel y le propuso una cena en el centro comercial.

    Eran, más o menos, las siete y media. El centro comercial quedaba a pocas cuadras y Daniel ya venía en camino. Solo faltaba una sola cosa: vivir. Por eso antes de salir Alejandro tomo su sotana, la dobló y la metió en una bolsa negra. Al llegar a planta todo rastro de pasados confusos y decisiones equivocadas quedaron reducidos a cenizas, metidos en el conteiner de la basura. Subió las escaleras, entró  a su apartamento, tomó las llaves y dejó su pasado abajo, ardiendo en llamas entre la basura donde debió estar desde hace años. Esa noche fue la primera de su nueva vida, de su verdadera vida. Fue la primera de muchas noches que cenaría con un plato se sushi y los besos de Daniel al borde de su boca.

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